Esta cita es casi un minirelato en sí misma:
Siguió mirando los
pies del viejo, imaginando que en su tiempo ese anciano también había sido un
niño, un bebé limpio, suave, a quien su madre besaba los piececitos rosados.
Tal vez cuando tronaba de noche su mamá se inclinaba sobre la cuna, tierna y
solícita, le arrullaba para que no tuviese miedo, le decía que allí estaba
ella, luego lo alzaba y colocando la mejilla contra su cabeza le decía que era
su niño, su niño querido. Y continuó pensando que podía haber sido un chico
como su hermano, uno de esos que entran y salen de casa dando portazos, y que
mientras las madres les reprochan su conducta sueñan con poder llegar a ser un
día presidentes. Después habría sido un muchacho fuerte y feliz, y cuando pasara
por la calle las mozas se volverían para mirarle y sonreírle, y él guiñaría el
ojo a la más bonita. Seguramente se había casado, había tenido hijos que le
considerarían el papá más prodigioso del mundo por ser buen trabajador y por
los juguetes que les regalaba para Navidad. Ahora sus niños también se estarían
haciendo viejos, tendrían hijos y nadie querría cargar con el anciano. Quién
sabe si no estarían esperando que muriese de una vez. Pero él no deseaba morir;
quería seguir viviendo, a pesar de la carga de sus años y la falta de motivos
para ser feliz.
Un árbol crece en
Brooklyn – Betty Smith
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