Éste es uno de esos clásicos
contemporáneos norteamericanos que probablemente es más conocido por su versión
cinematográfica (otro clásico, esta vez del cine) que por sus orígenes
literarios. Debo reconocer que ése era mi caso, aunque en el fondo tampoco
estoy seguro de haber llegado a ver la película (quizás en mi infancia… aunque
por ahí tengo una copia pendiente de caer en alguna tarde lluviosa de domingo).
Bueno, el caso es que empecé el libro por curiosidad, por descubrir un clásico.
Y ha sido un descubrimiento agradable.
Sinopsis:
Matar
un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960), la única novela que escribió Nelle
Harper Lee y que le valió el Pulitzer de 1961, sigue siendo hoy en día, a los
cincuenta años de su aparición, una de las novelas norteamericanas más
populares y apreciadas. Basada, al parecer, en recuerdos de infancia de la
propia autora, puestos en la voz de la narradora y protagonista Jean Louise
Finch, alias Scout, su historia de aprendizaje, educación y comprensión hacia
los demás, hacia los que no son como nosotros, dentro de una comunidad donde
aún imperan los prejuicios raciales y el miedo a lo diferente, ha sido siempre
puesta como modelo de lectura a compartir entre grandes y pequeños, como
ejemplo de una literatura que puede entretener a los más jóvenes y, a la vez,
mostrarles ciertos valores.
Crítica: Agradable lectura moral
Antes de empezarlo, yo ya sabía más o
menos de qué iba el libro, aunque luego he descubierto que sólo conocía su
parte central. Yo esperaba una historia de tribunales, con un negro como
acusado en un estado del sur en la época de la segregación racial, y un abogado
que intenta demostrar su inocencia en contra de los prejuicios de toda la
sociedad. Bien, sí, ésa es una parte importante del libro… pero no toda.
Lo que no sabía es que el libro ocupa
su primera mitad con historias infantiles, las de los dos hijos del abogado,
que juegan en la calle durante los largos y cálidos veranos de Alabama, que
exploran y fantasean sobre algunos de sus vecinos, y que, en fin, pasan el
tiempo como lo hacen los niños. Hay que llegar casi a la mitad del libro para
que arranque la trama judicial, y en realidad ésta dura muy poco, aunque sus
ecos se mantendrán ya hasta el final de la novela.
Matar un ruiseñor es un libro de
denuncia social y de debate ético, y también un libro con un claro espíritu
educativo, un texto en ese sentido quizás algo ingenuo, por su ánimo constante
de evidenciar las diferencias entre el bien y el mal, de guiar al lector en una
dirección más que evidente. Dado que el mensaje es claramente progresista, no
es que me haya molestado, en absoluto… pero su falta de sutileza es tan
palmaria que el resultado resulta un poquito infantil. En este sentido, creo
que se trata de una novela más bien juvenil, que resulta algo simplona (aunque
agradable) para un lector adulto y acostumbrado a dramas más complejos.
El texto nos presenta a un personaje
central, el padre de los niños, que representa al hombre justo, ético, íntegro
e incorruptible, y a la vez humilde y comprensivo incluso con los que son todo
lo opuesto a él. Atticus Finch es prácticamente un santo, en esta exagerada y
simplificada dicotomía que hace la autora para simplificar su mensaje. Al otro
lado, una sociedad variopinta, compuesta de buenos vecinos y algunas malas
personas, pero todos ellos con un importante punto en común: los prejuicios. La
novela se encarga de hacernos ver cómo incluso unos buenos vecinos pueden
llegar a condenar a un hombre manifiestamente inocente llevados únicamente por
ese elemento común que les es imposible superar, que los ciega.
Los niños protagonistas, que gracias a
su corta edad aún no han sido contaminados por estos prejuicios, son los únicos
(junto al perfectísimo Atticus Finch) capaces de contemplar a sus vecinos con
objetividad. La autora nos presenta así a la típica sociedad sureña de los años
30: una sociedad conservadora, chapada a la antigua, y repleta de prejuicios
raciales y sociales en general. Buenas gentes que en un momento dado quedan
cegadas por ese elemento irracional que reside en ellas. Aunque, en el fondo,
la mayor parte de todos ellos no son más que gente corriente y sin maldad, como
cualquiera de nosotros.
En resumen, un libro agradable de leer
y supongo que recomendable para jóvenes, pero que a mí me ha resultado algo
“inocentón”. Demasiado simplista, aunque se agradezcan sus buenas intenciones.
Es probable que le pesen algo los años, aunque tampoco es tan viejo… Un detalle
que le hace parecer quizás más viejuno de lo que es, es su traducción (al menos
la versión que yo he leído): no sabría decir si es un defecto de dicha
traducción, o si la autora escribió el original de esta forma y estamos ante
una traducción fiel en ese sentido, pero lo cierto es que el texto utiliza un
lenguaje algo arcaico, un castellano en desuso que puede hacerlo complicado de
seguir principalmente por aquellos a los que creo que más podría agradar su
lectura: los más jóvenes.
Salvo por ese detalle, diría que es un
libro adecuado para preadolescentes, aunque no desagrada su lectura siendo ya
adulto. Al menos, permite conocer y opinar sobre un clásico de nuestro tiempo.
Ya me temía algo así cuando supe que era el típico libro que se recomienda leer en algunos colegios o institutos, no sé bien. De todas formas, sigo queriendo leerlo, nunca viene mal un buen clásico, aunque lo juvenil no me atraiga.
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